viernes. 19.04.2024

Turismofobia

No sabemos de dónde viene nuestra afición a practicar turismo, pero algunos llegan a situarla en nuestro pasado de cazadores-recolectores. Se ve que cuando domesticamos los cereales –o los cereales nos domesticaron a nosotros, que sobre esto también hay teorías-, y nos convertimos en sedentarios, nos quedó un regustillo de los 60.000 años previos de vagabundeo. Seguramente nació también entonces la xenofobia, el temor y la desconfianza del nativo hacia el forastero que se refleja incluso en el lenguaje: hay tribus que reservan exclusivamente a sus miembros la denominación "ser humano". Estamos, en todo caso, ante fenómenos muy antiguos, y por eso lo más gracioso de sus manifestaciones actuales son sus racionalizaciones pretendidamente modernas.

Es obvio que todos ocupamos en algún momento las dos posiciones de la ecuación. Normalmente somos el adusto aborigen que contempla con suspicacia al recién llegado, pero al menos una vez al año nos convertimos en el bárbaro jovial que contempla con asombro hábitats distintos del propio. ¿Acaso nuestros sombríos turistófobos no se han hecho fotos pretendiendo sostener la torre de Pisa? ¿O con un sombrerito –o aún chanclas- delante de algún monumento emblemático? Por eso se dice que la xenofobia, y con ella el nacionalismo, se cura viajando, pero no suele ser cierto.

Sólo sería cierto si nos preocupara mantener la coherencia, pero eso es una lata, una molestia fácil de eludir recurriendo a la ideología. Por ejemplo Pablo Echenique, tras fotografiarse con expresión feliz en una atiborrada escalinata de la Trinità dei Monti en Roma, alerta de los peligros de la masificación y recomienda un artículo que desvela que el turismo es franquista. O fíjense como un conocido periodista de una cadena de televisión nacional describe el aumento de la calidad de vida que permite que cada vez viaje más gente: el turismo es «el colonialismo de clases pudientes que expulsan a las clase obrera y trabajadora de sus lugares de población». ¿Y cuando el turista no es pudiente? Ah, entonces no sé. El turismo es, en todo caso, la última y escasamente gloriosa batalla de la lucha de clases, y urge volver a pintar el famoso cuadro de Novecento para dotar a sus participantes de bermudas y gafas de sol.

Y a todo esto ni siquiera he entrado en esa estrategia lemming que lleva a atacar la principal fuente de ingresos, pero quizás aquí sí que haya coherencia. A fin de cuentas hay partidos que han nacido como gestores de la ira y el malestar, y la prosperidad es poco compatible con sus fines.

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